El Mundo Indígena 2024: Venezuela
De una población de 27.227.930, se contabilizaron 724.592 personas indígenas (2,8 %), distribuidas entre 51 pueblos, concentrados mayoritariamente (85 %) entre el estado Zulia y la región amazónica.
En 1999, el proceso constituyente permitió que en la Constitución se garantizaran los derechos fundamentales de los pueblos y las comunidades indígenas y que quedaran asentadas un conjunto de disposiciones legales y normativas para protegerlos ampliamente. Entre este conjunto destacan la Ley Aprobatoria del Convenio 169 de la OIT, la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas, la Ley de Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas, y la Ley de Idiomas Indígenas.
Los aciertos del marco legal de protección de la naturaleza y de los pueblos indígenas no se corresponden con algunas políticas públicas de los últimos años que optan por impulsar un modelo de desarrollo extractivo para paliar la difícil situación económica del país. La minería va en detrimento de la supervivencia física y cultural de los pueblos indígenas y contradice las directrices y las ordenaciones territoriales establecidas.
Además de sus propias luchas por su autonomía y la defensa de sus territorios y modos de vida, muchos indígenas venezolanos se enfrentan a los mismos problemas que el resto de la población: altos niveles de pobreza, servicios precarios, inseguridad, entre otros. La falta de servicios adecuados, especialmente en temas de salud y educación, motiva la migración a ciudades o zonas urbanas. Allí esos problemas, en muchos casos no se solucionan y, por el contrario, se agudizan al distanciarse de sus modos de vida tradicionales.
El análisis de la situación en materia de derechos de los pueblos indígenas venezolanos, debe verse en el marco de las dificultades que de un tiempo a esta parte enfrenta el estudio de prácticamente cualquier tema que implique a la población venezolana en general, aunque intensificados.
Como dificultad inicial destaca el oscurantismo en materia de indicadores. El clima confrontacional que vive el país desde al menos 2013 ha llevado a prácticamente la desaparición y/o congelamiento de toda la data oficial en materia económica, política, social e inclusive demográfica y sanitaria.
Vale destacar que esta medida hoy día goza de rango legal, dada la promulgación el 12 de octubre de 2020 de la denominada Ley Constitucional Antibloqueo para el Desarrollo Nacional y la Garantía de los Derechos Humanos,que entre otras cosas faculta al Ejecutivo Nacional a no publicar dicha información alegando razones de seguridad nacional.
En paralelo, dada la situación antes descrita, ha proliferado información no oficial sobre prácticamente todos los temas de interés, lo que, por supuesto, incluye todo lo relacionado a los pueblos indígenas.
El problema con esto es que si bien se trata de datos surgidos como respuesta legítima de la ciudadanía en el ejercicio del derecho a la información -lo que en Venezuela tiene rango constitucional-, en no pocas ocasiones es poco fiable, pues las organizaciones que la levantan no siempre cuentan con medios suficientes que garanticen su rigurosidad desde el punto de vista metodológico.
Esto se complica con el hecho no menor de tratarse de información que, en muchos casos, viene sesgada por intereses políticos diversos. Es decir, si se trata de organizaciones o agencias adversas al Gobierno nacional pueden pecar por exceso, mientras que, cuando se trata de actores ligados al oficialismo lo hacen de defecto.
Así las cosas, mientras los primeros pueden llegar a magnificar, manipular cuando no directamente inventar temas, los segundos los minimizan, revitalizan o simplemente no los abordan, por aquello de que si no se nombra no existe o en todo caso argumentando “no caer en el juego de los enemigos de la patria”.
Pero esta situación no solamente involucra a los actores de la sociedad civil alineados con uno u otro bando del conflicto nacional: también -y muchas veces sobre todo- afecta a los actores no alineados o que buscan mantener la objetividad en medio del conflicto y sus consecuencias.
De tal suerte, para estos últimos, llamar la atención sobre un problema, o en su defecto, no prestarse a determinadas matrices, se ha convertido en un acto de alto riesgo.
En el caso de las organizaciones indígenas, se trata de un asunto particularmente sensible. Y es que, adicionalmente, las poblaciones indígenas venezolanas se encuentran mayoritariamente situadas en las zonas fronterizas del país (estados Zulia, Apure, Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro), lo que las vuelve aún más susceptibles de ser afectadas e involucradas en situaciones que impliquen algún criterio de “seguridad nacional” en una u otra dirección del conflicto político.
Si a esto le sumamos que muchos de los pueblos indígenas venezolanos habitan en territorios muy ricos desde el punto de vista mineral y por lo tanto sensibles al conflicto, tenemos un mapa bastante completo de la situación que enfrentan en la defensa y ejercicio de sus derechos.
Este es particularmente el caso de los pueblos indígenas amazónicos. Y es en este sentido que la creación en 2016 del denominado “Arco Minero del Orinoco”, que directamente involucra y envuelve a los estados amazónicos venezolanos, parece marcar un antes y después.
De tal suerte, para las organizaciones indígenas e indigenistas así como para las ambientalistas que operan en estas regiones, el accionar se vuelve cuesta arriba cuando no directamente riesgoso. Para ir de lo más simple a lo más complejo, son objeto de fiscalización y controles especiales por parte de las autoridades, lo que puede incluir desde el libre tránsito por el territorio hasta el derecho a la asociación y el ejercicio de sus derechos políticos. Esto ha traído como consecuencia -sobre todo en el caso de las organizaciones indígenas- que sean especialmente cuidadosas cuando no directamente se abstengan de denunciar o enfrentar situaciones que puedan dar pie a acciones punitivas (penales o administrativas) por parte de las autoridades que vean en ellas amenazas a la seguridad del Estado o directamente actos de “traición a la patria”.
Crisis nacional y extractivismo: el doble tsunami que amenaza con barrer a los pueblos indígenas venezolanos
Para nadie es un secreto que Venezuela atraviesa la etapa más difícil de su historia moderna. Estamos hablando de un país del cual se estima (y decimos “estima”, pues no hay cifras oficiales disponibles) que en los últimos diez años perdió cerca del 80 % de su PIB.
Las poblaciones indígenas venezolanas han sido duramente afectadas por este descalabro, al menos por dos vías íntimamente relacionadas.
En primer lugar, mucho más general y abarcativo, porque el marco de atención, seguridad y protección social del Estado, al verse desmantelado, las ha condenado a la deriva, siendo que han quedado por fuera del rango de atención en temas tales como salud, alimentación y educación.
Y en segundo lugar, porque la proliferación de la minería legal e ilegal así como de otras actividades extractivas y depredadoras, compromete directamente la vida de los pueblos indígenas, en especial a los amazónicos, muchos de los cuales han terminado siendo secuestrados cuando no desplazados por ella.
En efecto, de acuerdo al monitoreo realizado por Wataniba mediante imágenes satelitales y fuentes directas del trabajo articulado con las organizaciones indígenas en el terreno, sobre la evolución de la minería, la superficie terrestre de la amazonía venezolana directamente afectada por la misma viene creciendo aceleradamente desde 2016. Ya para 2019 alcanzó unos 339 km² (o 33.900 hectáreas), pero dos años después -2021- se elevó a 1.337 km² (o 133.700 hectáreas): es decir, un aumento el 294%.[1] El recrudecimiento de la crisis nacional atizada por los efectos de la pandemia global jugaron un rol protagónico en este crecimiento.
Esta situación no solo afecta a los indígenas que se han visto forzados a migrar hacia los campamentos mineros como única alternativa para acceder a ingresos
económicos, sino también a quienes permanecen en las comunidades, donde las dinámicas comunitarias han sido alteradas. Menos personas se dedican al cultivo de los conucos y al comercio de sus productos tradicionales. Sus estructuras de gobernanza se han visto fragmentadas como resultado de la existencia de opiniones contrapuestas acerca de la actividad minera. Además, sus posibilidades para enfrentar las presiones de grupos externos presentes en sus territorios o adyacencias es cada vez menor. Todo esto afecta la capacidad productiva de los pueblos indígenas sobre sus tierras, territorios y recursos, así como al derecho a la autonomía y al autogobierno.
Un elemento adicional a considerar es la grave afectación ecológica, que de manera directa impacta sobre nuestras comunidades indígenas.
Existen innumerables reportes de envenenamiento por consumo de mercurio proveniente de las minas, que contamina las aguas y por esa vía a las especies animales y vegetales trasladándose inevitablemente a las personas, generando toda clase de males incluyendo genéticos en las comunidades indígenas (y también en las no indígenas). De la misma manera, la propagación de enfermedades traídas por los foráneos y que terminan causando estragos en dichas comunidades. La propagación de la terrible malaria observada en los últimos años es también resultado de la mina, pues la deforestación y la erosión de los terrenos acaba por crear condiciones de empozamiento de aguas donde los zancudos proliferan.
Por último pero no menos importante, lo que para el resto de los venezolanos y venezolanas puede resultar un ecocidio que en mayor o menor grado nos indigna, la devastación provocada por las actividades extractivas y las no menos nocivas que le son anexas (trabajo forzado, prostitución, violencia, etc), para los pueblos indígenas equivale al fin de su mundo. No se trata solo de ver desaparecer su “hábitat”, sino con ella su manera de entender y vivir la vida, sus lugares sagrados, la tierra de sus ancestros y sus dioses, todo bajo la acción depredadora de personajes y grupos movidos por la ambición. Esto coloca a buena parte de la población indígena venezolana frente a una disyuntiva perversa: ¿le hacen frente a sabiendas de que se trata de una lucha desigual, o se suman al extractivismo minero con la esperanza de al menos sacar un provecho para sus seres más inmediatos? Desde los Wayuu al norte del estado Zulia hasta los Yanomamis al sur del estado Amazonas, con sus variaciones, es el dilema que se repite.
Informe realizado por Luis Salas Rodríguez del equipo del Grupo Socioambiental de la Amazonía Wataniba. Wataniba es una organización de la sociedad civil que promueve procesos de gestión territorial sostenibles en la Amazonía venezolana, apoya a organizaciones de base indígenas brindándoles capacitación técnica para defender y ejercer sus derechos y les ofrece acompañamiento para sus emprendimientos socioproductivos y acciones en pro de su identidad y cultura.
Este artículo es parte de la 38ª edición de El Mundo Indígena, un resumen anual producido por IWGIA que sirve para documentar e informar sobre los desarrollos que han experimentado los pueblos indígenas. La foto de la publicación muestra a un indígena cosechando quinoa en Sunimarka, Perú. Fotografiada por Pablo Lasansky, es la portada del Mundo Indígena 2024 donde originalmente está escrito este artículo. Encuentra El Mundo Indígena 2024 completo aquí.
Notas y referencias
[1] “El modelo extractivo en la Amazonia venezolana: rápida expansión e impactos socioambientales para los pueblos indígenas de la región”, Wataniba, julio de 2022.
Etiquetas: Derechos Territoriales, Derechos Humanos, Empresas y derechos humanos , Biodiversidad